PAULA TARDIU - 2025

Paula y la casa de las sonrisas mágicas.

Érase una vez, en un rincón muy lejano del mundo, una joven llamada Paula que soñaba con viajar para ayudar y aprender de otros niños y niñas. Un día, su sueño se hizo realidad: metió en su maleta sus ganas de aprender, de ayudar y, sobre todo, unos brazos bien abiertos para dar un montones de amor y cariño. Así fue como voló a Bolivia, un país de tierra, cielos azules, palmeras que bailan con el viento y mercados de frutas de mil colores y olores. Allí, la gente regala sonrisas que suenan como abrazos.

 

En Bolivia la esperaba un lugar muy especial: Casa Main, un hogar donde vivían niñas desde los 4 hasta los 18 años, cada una con su historia y sus retos, pero también con un lugar seguro al que llamar “casa”. Allí las cuidaban unas monjas llenas de paciencia, ternura y amor. Eran como hadas madrinas, siempre sabían qué decir para que todo pareciera más fácil. Paula fue recibida como una más. La cuidaron y le enseñaron que educar con amor es la mejor manera de ayudar a crecer. Cada mañana, al abrir la puerta de la habitación de las niñas, el sol se asomaba como en pleno verano, y unas voces dulces decián: Buenos días Paula! ¿Qué vamos a hacer hoy?

 

Los días pasaban rápido y llenos de vida: juegos divertidos, pompas de jabón que viajaban por el aire, bailes hasta que los pies dolían, dibujos llenos de arcoíris y palabras bonitas pegadas en las paredes para no olvidarlas nunca. A veces, en medio del día, alguna niña corría hacia ella y la abrazaba tan fuerte que parecia querer quedarse pegada a su corazón. Le enseñaban juegos, canciones repetidas una y otra vez, coreografías que Paula debía aprender, historias donde siempre aprecían capibaras y las miles de formas de hacer trenzas que parecían coronas de princesas o, como ellas decían, “unas cholitas preciosas”. Paula también compartía sus pasiones: el voleibol, donde repetía una y otra vez que había que dar “tres toques” y los juegos de inventar historias, que narraba con gran entusiasmo mientras las vivía junto a ellas. Los sábados y domingos eran días especiales. Se reunían todas, grandes y pequeñas, para contar historias, reírse hasta doler la barriga o enfadarse un poquito… pero siempre terminar en abrazos eternos. Paula aprendió que sanar lleva tiempo, pero que con amor y cariño se avanza más rápido. Y que un dulce compartido también ayuda.

 

El día de la despedida, sus ojos se llenaron de lágrimas. Su maleta estaba igual de ligera, pero su corazón pesaba mucho más, estaba lleno de recuerdos, risas, canciones, abrazos y la certeza de que educar es, sobre todo, un acto de amor. Y así, cada vez que Paula cierra los ojos, vuelve a escuchar las voces de las niñas de Casa Main, el eco de sus risas en el patio y sentir los abrazos de las monjas que le enseñaron que, cuando das amor, siempre recibes el doble. Y desde entonces, Paula sabe que los viajes más bonitos no se miden en kilómetros, sino en abrazos. Que la felicidad no está en lo que llevas en la maleta, sino en lo que guardas en el corazón. Y que, aunque las despedidas duelan, son las pruebas de que has vivido algo que merece ser recordado para siempre. Porque a veces, solo a veces, encuentras lugares y personas que se convierten en tu hogar, aunque estén a miles de kilómetros de distancia.

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